Sobre los rituales Navideños

La Navidad me inspira, es mi época favorita del año, me recuerda mi infancia y me trae de vuelta a momentos familiares que atesoro en mis recuerdos y que quise compartir con ustedes en este post (un poco mas largo de lo habitual). Con el tiempo, por no decir los años, he aprendido a valorar esos rituales que heredé sin saberlo, y que siento que si no dejo plasmados en alguna parte van a seguirse diluyendo en mi memoria. Y ustedes, ¿qué rituales comparten con su familia para Navidad?
“Llega un día que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”: escribió el escritor neoyorquino James Salter en el prefacio de su libro “Todo lo que hay”, que publicó a sus 87 años.
El pesebre que hacía el abuelo cada año era todo en mis Navidades de niña. Crecí viendo su devoción por armar con plena dedicación, y pensando en cada detalle, la representación del nacimiento de Jesús, o el niño Dios como lo hemos conocido nosotros desde siempre. Era una tarea que el planeaba con antelación recolectaba figuritas que veía por ahí, papelitos, pedazos de cosas que a simple vista parecían inútiles y las guardaba en el “cuarto oscuro” que era su cuarto de “chécheres”, y quedaba detrás del patio de la casa, y en donde se perdía por periodos de tiempo indefinidos, lejos de la vista del mundo y hasta que la abuela lo llamara de vuelta a la realidad. Me lo imagino entre sus tornillos, herramientas, cables, fusibles, circuitos transistores, bobinas y todas esas pequeñas piezas importantísimas y minúsculas que componen la electrónica, jugando como un niño ante los ojos de nadie, desarmando, creando, recordando sus épocas como eléctrico, y sus correrías por el país como miembro de la avanzada presidencial de 3 mandatarios a quienes prestó sus servicios técnicos para que los colombianos siempre pudieran oír con buena calidad y a tiempo las alocuciones presidenciales por la Radio Nacional.
Digo que me lo imagino por que el “cuarto oscuro” era uno de esos lugares misteriosos de las Casa de los Abuelos, a los que nadie podía entrar. Yo solo lo vi por dentro un par de veces, de reojo, cuando el abuelo abría o cerraba la puerta y salía impregnado de olor a aceite y ese hedor que cogen las cosas cuando están guardas por mucho tiempo sin dejarse tocar por el aire fresco. Había una mesa central, maciza y vieja, recubierta por una cobija pesada de lana, y sobre ella frasquitos de vidrio en donde vienen las mermeladas y conservas repletos de piezas de metal, y cajas de herramientas ubicadas todas en pila. Los grandes tesoros del cuarto del “cuarto oscuro” que terminaron casi todos en la basura, por que hay cosas que solo tienen valor para quien las colecciona, los vino a descubrir la familia cuando ya la mayoría de los nietos éramos adultos, y los abuelos decidieron dejar su casa para irse a vivir más cerca de todos y mas lejos de esa vida de antes.
La Navidad en la Casa de los Abuelos llegaba en los primeros días de diciembre, el pesebre era el protagonista. No recuerdo nunca haber ayudado al abuelo a armarlo, solo sé que siempre estuvo ahí, incluso hasta los últimos días que el alzhéimer le dejo ver la vida con lucidez. Y fue en esos últimos años, cuando se mudaron al apartamento del norte de la ciudad, que el pesebre tomó su lugar, sin importar la época del año, en la esquina del cuarto sin puertas que estaba determinado para ser un estudio. Ya no tan grande como lo recordaba de niña, pero siempre con ese velo de magia y luz que los abuelos se habían encargado de darle a esas figuras de cerámica que ellos llamaban “las imágenes”. La noche que murió mi abuela, y que yo terminé pasando a solas con mi abuelo en ese apartamento, descubrí que la razón por la que nunca volvió a desarmar el pesebre no era por la pereza de armarlo en cada diciembre, como creían todos, sino porque cada noche se sentaba a hablar con el niño en pañales, como el bien sabía hacerlo, y le pedía por la salud de la familia. Terminaba su plegaria besándolo en la frente, como si fuera uno de sus nietos, después iba a la cama.
En la época en la que yo era niña, el pesebre lo armaba en donde dormía su Renault 12 rojo, que era otro de sus grandes tesoros: el abuelo era cacharrero y amante de los carros. Ese espacio determinaba la entrada a la Casa de los Abuelos, y era el lugar donde estaba la jaula del perico amarillo que nos vio crecer a todos. La llegada de diciembre para nosotros, los nietos, era una mezcla de felicidad y expectativa que hacia doler el estómago. Bogotá además tiene una peculiaridad cuando llegan los primeros días de este último mes del año, y es que es como si el cielo gritara con su sol brillante que hay magia en el ambiente, y no importa si eres creyente en el niño Dios o no, es algo que simplemente se siente.
El mayor de mis primos, y el más cercano al abuelo, al contrario que yo recuerda con pleno detalle el proceso de armado del pesebre. Un ritual que comenzaba a mitad de noviembre y que incluía terminar de comprar los cartones, el papel azul celofán para el cielo y el de textura corrugada de color verde que imitaba la grama, adecuar el espacio físico de la casa donde se iba a armar y diseñar la estructura de aquella aldea que vería nacer al niños Dios y que debía incluir formaciones montañosas, colinas, valles, praderas, desierto, ríos y lagos con agua fresca para los animales, y una gruta para el nacimiento. Además de un trabajo eléctrico especializado para garantizar que cada una de las casitas estuviera iluminada, y que los reyes magos no se perdieran en su camino hacia la estrella de Belén. Al cielo azul también le ingeniaba estrellas luminosas.
Las figuras de cerámica permanecían durante todo el año empacadas como momias en cajas de cartón que no podían estar mejor custodiadas que en el “cuarto oscuro”. El momento de sacarlas era un acto solemne, al que tuvo el privilegio de atender mi primo, y que consistía en desenvolverlas una a una, con cuidado, del papel periódico que las cubría para que otra vez el pesebre tomara vida en la “casa del señor peñita”. En esa ceremonia el abuelo sacaba al niño Dios de su empaque especial especial, y a quienes estaban presente les dejaba tocarlo y darle un beso en la frente antes de esconderlo nuevamente hasta el día de su nacimiento. En la gruta quedaba María, José, la vaca y el buey contemplando una cunita vacía que esperaba “al niño que está por nacer”.
Cada año había alguna innovación en la aldea de Belén del abuelo: una nueva propuesta de paisaje, caminos, una cascada que brotaba de las montañas, nuevos animales, iluminación más moderna, un tren, carritos, lo que su creatividad le propusiera para sorprendernos a nosotros, los más chicos, que gozábamos con sus creaciones. Lo único que no recuerdo que cambiara eran las figuras, que todos los adultos trataban como sagradas, como si realmente personificaran a los santos que representaban, y que me enteré hace poco que las había traído el “tío monseñor” (el tío de mi abuela) de España, y habían sido bendecidas por el mismo cura.
La devoción de mi abuelo por el pesebre la aprendió de niño, en la casa de Zipaquirá de mi bisabuela; y estaba fundada en la creencia de que si uno hacia el pesebre cada año nunca se quedaría sin casa. Eso mismo les enseñó a mi papá y a mis tíos y ellos a nosotros, seguramente nosotros a nuestros hijos y así. Y eso es lo bello de los rituales familiares, que se vuelven tesoros intangibles llenos de magia que nos unen a nuestro clan, que solo viven en nuestra memoria y que de ahí este afán mío por dejarlo plasmado en palabras escritas.
En esa época rezábamos la novena todos los días, mi primo dice que siempre nos encontrábamos en la casa de los abuelos, yo no lo recuerdo bien. A veces mi mamá, que siempre le han gustado las multitudes y el acto de vitriniar acompañada de las tías del otro lado de la familia, nos llevaba a mi hermano y a mí, con mis otros primos, a ver las novenas en Unicentro donde se presentaba un coro que nos encantaba a todos, y que en el camino de vuelta a casa hacia que mis primos y mi hermano quedaran dormidos. Ahora que soy mamá y lo pienso, tal vez por eso era que nos llevaban: no saben lo que uno va a gradeciendo el hecho de que los hijos se tomen un tiempo de siesta.
Lo que si recuerdo es los 24 de diciembre en donde “además de reunirnos a esperar el ajiaco de la abuelita Mercedes, literalmente nos reuníamos a esperar el nacimiento del niño Dios hasta las 12 de la noche”. Así me lo relató mi primo, que es el mayor de todos, en un mensaje de voz desde Barcelona, cuando le pregunté que era lo que más recordaba de esas Navidades en familia. Ese día la Casa de los Abuelos olía a caldo de pollo, guascas, papas cocidas, mazorca, arracacha, arroz blanco, a dulce de moras y natilla de coco. En el árbol estaban desde temprano los regalos que poco se podían chismosear, y resultaba increíble que realmente el niño Dios siendo tan pequeño y sagrado se hubiera tomado el tiempo de conseguir justo el regalo que uno le había pedido en una carta, en la que también le dábamos las gracias por todas las cosas lindas que nos había dejado el año.
La colección de tarjetas navideñas que le llegaban a la abuela durante la navidad y que le enviaban sus amigos y familiares lejanos siempre me deslumbró. Las iba exponiendo una a una, en la sala de la casa, a la vista de todos. De ahí que cada año me esforzara por hacerle una tarjeta, solo por el privilegio de que hiciera parte de la exhibición. Quería que todo el que la visitara supiera que yo también la quería y la pensaba en estas fechas. En ese día era normal ver a los vecinos llegar a saludar a todos, o nosotros ir a sus casas a darles la feliz navidad. La tarde se pasaba entre los preparativos, los juegos que nos inventábamos los pequeños y los programas de televisión que pasaban por los canales de fibra óptica. Ese día estrenábamos ropa y permanecíamos a la expectativa por saber que ocultaban los empaques de colores.
Cenábamos todos juntos en la mesa de comedor. La abuela sacaba su vajilla especial, que era blanca con decoraciones azules, de la que yo luego heredé la tetera, los cubiertos elegantes, las cucharas de plata para servir y las salseras. Un ajiaco como esos nunca volvimos a probarlo en nuestras vidas.
Después rezábamos la novena rodeando el pesebre. El abuelo sacaba su canastas de instrumentos del mueble que estaba atrás en el patio, y le daba a cada uno algo, él se quedaba con la pandereta. La oración a San José la hacía un hombre, la oración a María una mujer, casi siempre la abuela quien orquestraba la novena para que las oraciones se hicieran despacio y con sentido, como cuando la gente se sienta a rezar un rosario. Leer el pasaje del día era lo más importante. Luego los aguinaldos nos los íbamos turnando, y al finalizar las tías y todos nosotros seguíamos cantando villancicos al son de las panderetas, las maracas y los tambores. Jugábamos juegos de mesa, oíamos la radio, llamábamos a los “primos” de Medellín. Así se iba yendo la noche.
A las doce en punto el abuelo iba a sacar de su escondite al niño Dios, y todos nos reuníamos alrededor del pesebre. Sujetando al niño en las manos pasaba frente a cada uno para que lo miráramos y le diéramos un beso en la frente, luego lo ponía en la cunita que estaba vacía con tal solemnidad y ternura que nos dejaba a todos encantados, en silencio y con la mirada en el pesebre.
Las navidades en el apartamento del norte intentaron seguir el mismo ritmo, solo que ya no iban hasta las doce de la noche, sino que se cambiaron para la hora del almuerzo que era cuando todos podían llegar, para después irse a cumplir con sus otros compromisos. Mucho tenía que ver con que ya no éramos niños. La magia en la Casa de los Abuelos, sin embargo, nunca se fue, aunque no era lo mismo. De los rituales he aprendido que tienen vida propia, y que mal hace uno en no dejarlos fluir a su manera: trae solo frustraciones.
Los abuelos se fueron, la Casa de los Abuelos desapareció, el olor del ajiaco dejó de ser protagonista en las navidades, vinieron muchos cambios y transformaciones. El tío Germán se encargó de custodiar el pesebre del “tío monseñor” y de armarlo todos los años en la sala de su apartamento, imitando la manera en la que lo hacía el abuelo, que de tanto verlo ya la sabía de memoria. Y como por inercia, desde entonces, todos los años el punto de encuentro es allí, en la casa del tío German, donde sigue vivo el pesebre: y a pesar del tiempo, los años de más de todos o la ausencia de los viejos, el sentimiento de estar todos reunidos, compartiendo en familia sentados en la mesa en el día de navidad sigue siendo el mismo. Y eso es a lo que yo llamo magia.
One Response to “Sobre los rituales Navideños”
Camila muy bonito, si hubieras estado en esta navidad verias que no se han perdido las tradiciones en las casas de los tos del abuelo materno.
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