Los días en la bahía de los pescadores

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Hay una frase que dice: “El hogar es donde está el corazón. Para la mayoría de la gente eso consiste en cuatro paredes y una alfombra de bienvenida; pero para mí es el océano”. Llegar a Taganga, esa pequeña bahía de pescadores que aparece desde lejos entre las montañas de Santa Marta, enfrentada al mar Caribe, azul, infinito lleno de vida, me produce de algún modo esa sensación de haber llegado a casa.
La vida en el pueblo es sencilla. Los días empiezan temprano por el calor. Hay que aprovechar las mañanas para hacer lo que esté pendiente. A partir de las once, el ambiente se torna pesado, a veces seco, a veces húmedo; y es imposible dedicarse a cualquier labor que requiera de concentración o movimiento. En la mayoría de las casas, que permanecen de puertas abiertas, se les ve a los niños y las mujeres frente al televisor y los abanicos, esperando que pase el momento mas duro del día. Los hombres, mientras tanto, están en el mar.
Es en esas primeras horas cuando se le oye a Joe el panadero, que es francés, y vende pan francés a domicilio cada mañana, recorrer la bahía en su motocicleta gritando a todo pulmón para avisarle a sus comensales que es la hora del pan. También pasa el hombre del agua, que ofrece 3 bolsas de 5 litros por la módica suma de $2.500, y te ahorra el tener que cargarlas desde la tienda; y el de los bollos de maíz, que confieso nunca he probado. Se les ve también salir a los niños en sus uniformes, recién bañados y perfectamente peinados; y se oyen gritos en las casas vecinas que vienen de las madres, por que a alguno de los chicos se le hizo tarde o olvido alguna cosa. La música también aparece en el ambiente, que por las puertas abiertas llena toda la cuadra. Eso es lo bueno y lo malo de la costa, siempre hay ruido.
Los días difíciles, como dice una amiga, se miden por la temperatura; entre mas alta mas difícil. Las lluvias últimamente son escasas, pero cuando llegan refrescan todo y a todos, y pintan las montañas de los tonos verdes que ya casi no se ven desde que comenzó la sequía. Hoy, las montañas de Taganga se parecen mas a un desierto de tierras áridas, de tonos naranja. Con las lluvias, se pone turbia el agua en el mar. La contaminación de los ríos deja su mancha, la visibilidad submarina se nubla y la basura aparece por todas partes, arrastrada por las corrientes. Los peces engañados, suben a la superficie creyendo que el plástico es alimento.
El pueblo son un par de vías pavimentadas y una serie de otras en tierra, con sus respectivas carreras. La principal, la carrera primera, corre paralela al mar rodeada de comercio, restaurantes, refresquerías y kioscos con vista hacia la playa donde venden pescado frito, arroz con coco, patacones y todas las delicias de la cocina local. Son famosos los puesto que venden jugos naturales y los típicos fritos (empanadas, arepa de huevo, pasteles, dedos de queso, etc.).
La calle 18, otra de las pavimentadas, es la que va hacia la montaña y pasa por la cancha de futbol, que desde que la iluminaron es el punto de encuentro de los tagangueros. Cada noche se juega un partido y hay equipos de niños, mujeres, jóvenes, lancheros, etc. El deporte parece ser su mayor pasatiempo, cada quien tiene su uniforme y su hinchada.’
La iglesia está en la carrera segunda, que es la misma por la que llegan los buses de Santa Marta, y en donde también está el único cajero del pueblo y el CAI de la policía. Esta es una pequeña capilla rodeada por una plaza, que tiene servicio religioso los domingos. Los domingos en las noches abren también las iglesias cristianas y evangélicas, que en el pueblo tienen muchos seguidores que entre gritos y cantos a ritmo caribeño alaban a Dios en salones con aire acondicionado.
La mayoría de los pobladores son pescadores que sacan del mar lo del día. Y el comercio local se ha adaptado a esa economía del menudeo diario, que le viene bien la frase de la canción: “Hoy tenemos, mañana no sabemos”. En Taganga se puede comprar un cuarto de litro de leche, $200 de aceite, $1.000 de limpiador, $100 de azúcar, $2.000 de arroz y así. Los demás son comerciantes, gente de varias partes del país que decidió asentarse en aquella bahía y manejan negocios de turismo y varios extranjeros que encantados por el realismo mágico de este pueblito montaron sus restaurantes, hostales y cafés.
De las cosas que más hay en el pueblo son centros de buceo, y esa es la principal razón por la que llegan tantos viajeros. Los cursos tienen fama por sus bajos precios, a comparación con otras partes del mundo. Las inmersiones se hacen en las inmediaciones del Parque Nacional Natural Tayrona, en donde hay zonas de arrecife bien conservadas y con mucha vida marina. Se distinguen los corales cerebro gigante, los pulpos, calamares, langostas, morenas y la gran variedad de peces de arrecife. Las tortugas también aparecen de vez en cuando. Lo que ya no se ve son grandes animales como rayas o tiburones. En la bahía pueden haber mas de 10 escuelas de buceo, y cada vez abren otras nuevas, e incluso hay instructores que trabajan de manera independiente, ofreciendo servicios personalizados.
Otra de las cosas que hay por montones son perros callejeros. Andan en manadas, se les encuentra en cada esquina, bajan a la playa y solo es darles un poquito de amor para que te sigan a todas a partes, como si fueras su amo de toda la vida. Los perros abandonados, aunque son encantadores, se han convertido también en un problema. Al no ser de nadie no se sabe si están vacunados, viven con pulgas y garrapatas y en ocasiones atacan a los extraños por defender su territorio.
Taganga por lo general es tranquila, atrás quedaron los días de inseguridad, que tanta mala fama le hicieron. La comunidad misma fue la que se encargó de que las cosas se pusieran en orden, por el beneficio de sus negocios y de sus hijos. La banda de maleantes fue denunciada y capturada, y desde entonces cesaron los atracos, los robos a las viviendas y se fue el miedo.
Entre semana se respira una cierta calma que dura hasta que llega el fin de semana, cuando manadas de bañistas que vienen de todas partes ocupan cada espacio de la playa. Por eso los mejores días, para mí, son los lunes, cuando vuelve el silencio, el mar está en paz y desierto y se tiene esa sensación de que apenas comienza la semana. Lo único que no me gusta de los lunes es los rastros de basura abandonada que deja cada visita, eso me carcome de rabia.
Es imposible pasar un día sin disfrutar del atardecer, es una tradición, hay que salir, bajar al malecón y regalarle esos minutos que van entre las 5 y las 6 de la tarde, al mar, al cielo con sus tonos morados, al fin del día, simplemente. Así terminan los días en Taganga, el pueblo de los pescadores, pero también de los viajeros y de los soñadores que terminaron quedándose en el lugar donde la vida transcurre mas sencilla.
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