Periodismo, escritura, yoga

De Hat Yai a Bangkok en tren

Descubrí que el encanto de viajar en tren es el viaje como tal. Es esa temporalidad en la que las horas transcurren congeladas viendo pasar por la ventanilla poblaciones, campos, cultivos, pueblos, montañas, estaciones, el mar, los otros trenes. Imágenes como sacadas de una cinta de película, que se reproducen a veces lento, a veces rápido y que aparecen lejos, luego se acercan y se vuelven a quedar atrás. Son horas en que la vida transcurre en un cubículo de dos por dos, en el que se duerme, se come, se asea, se lee, se descansa.

Soy de la generación de colombianos que no recuerda a un país con trenes, a parte de los vagones turísticos de la Sabana. El tren quedó como una imagen de colores sepia perdida en los álbumes de fotos, de cuando todos iban de vacaciones en familia a Girardot o a la Costa. Me acuerdo de la imagen de mi abuela sacando la cabeza por la ventana del vagón, muy elegante, muy joven, muy bien puesta con su sombreo de la época.

De las historias de mi papá de los paseos en tren siempre parece ser fundamental el “mecato” y el carro restaurante donde pasados un pocos kilómetros de Bogotá comenzaba la fiesta. Los mas viejos insisten que en el tren todos iban elegantes, hasta los de tercera clase. Luego supe que mi papá y mi mamá, oficializaron su noviazgo justamente en un paseo en tren de Bogotá a La Esperanza (el que antes era el veraniadero de los bogotanos), creo que desde ahí la locomotora además de un cierto sentido nostálgico tomó para mí algo de romance.

OLYMPUS DIGITAL CAMERAMi primer viaje en tren lo estoy haciendo ahora, en Tailandia, a los 28 años. La ruta es Hat Yai – Bangkok. Compramos con mi esposo un boleto de primera clase, lo que nos daba ciertas comodidades por 12 dólares extra: un compartimiento privado para los dos, con lavado incluido y aire acondicionado. Partimos a las 7 p.m. esperando llegar a Bangkok al otro día mas o menos a las 10 a.m., pero como en Colombia acá poco se cumplen los horarios. Llegamos 19 horas después.

Lo primero que hicimos luego de coger camino fue ir al carro restaurante. Pasamos por las compuertas saltando en pleno movimiento de un vagón a otro. Atravesamos los vagones de segunda clase, en donde ya algunos cenaban y el olor del ajo y los chiles inundaban el ambiente. Allí extraños y conocidos compartían el sueño. Cuatro vagones mas adelante encontramos el restaurante que se delató por la música Thai, los aromas y el calor. En las mesas alagadas hombres solos tomaban ron y cerveza. Mas cerca de la cocina, los operarios de los ferrocarriles y el policía a bordo discutían sobre algún tema, alzando cada vez mas la voz, intentando oírse unos a otros sobre la música que subía de volumen según les apetecía a las muchachas. Además de las meseras y yo, todos eran hombres. Frente a ellos ya se veían las primeras botellas de cerveza vacías.

Cenamos arroz de jazmín al vapor con vegetales, pollo frito, un caldo con verduras y trozos de manzana. Discutimos con la mesera que antes nos había querido llevar la cena al cubículo argumentando que no había aire acondicionado y estaba muy caliente, y quien luego confesó que le pagaban por cada plato que vendiera fuera del carro restaurante. Ella misma ahora nos intentaba cobrar mas por la cerveza que por despiste pedimos sin preguntar el precio, y se interponía entre nosotros y las hojas del menú donde estaban explícitos los valores. Al final cedió ante nuestros reclamos.

Pasado el inconveniente nos dejamos seducir por la atmósfera del lugar. Pasaron pocos segundos para que termináramos moviendo la cabeza de lado a lado como los demás comensales, intentando seguir el ritmo anacrónico de aquellas canciones que se repetían una y otra vez. Entrada la noche volvimos a nuestro vagón de primera clase donde el “conserje”, con un aire solemne, nos esperaba para hacernos la cama. En minutos convirtió el compartimiento en una habitación dotada con todo lo necesario para pasar la noche.

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Desperté con la luz rojiza que entraba por la ventanilla a través de las cortinas. Afuera se veían pasar campos de cultivo de arroz y palmeras. En cada estación la locomotora anunciaba su llegada con un silbido ronco. Las marcha se reanudaba luego de pocos minutos. El tiempo pasó entre un desayuno lento en el coche del restaurante, y un poco de lectura. La llegada a Bangkok se anunció por si sola. La ciudad apareció con su movimiento al otro lado de la ventanilla, pronto estuvimos en la Estación Central envueltos en un mar de viajeros y equipajes. A lo lejos escuchamos la locomotora que anunciaba nuevamente su partida.

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