Un final de verano en Grecia

De Grecia recuerdo el azul del Mediterráneo, intenso. La gente, nunca he conocido extraños más sonrientes y con tanta empatía con los niños. La comida: la salsa de tomate hecha de la pulpa fresca, las papa fritas en aceite de oliva, el queso feta y las aceitunas. Y los atardeceres, la luz intensa sobre la arena de la playa revelando nuestras sombras.
Pasamos una temporada de vacaciones en familia, y fue el primer vuelo trasatlántico con mi hijo de casi dos años en brazos (aunque para mí era oficialmente el segundo viaje, por que el primero lo hicimos cuando tenía siete meses de embarazo). Fueron días de simplemente pasar los días juntos, sin muchos planes, ni ambiciones. Tuvimos como base durante casi tres semanas la isla de Creta: un cuarto de un resort de los 80´s con cocina, una salita y una terraza con vista a la piscina comunal, en la que sólo se bañaba la pareja que atendía el bar. La playa quedaba a dos cuadras, había que atravesar una vía. Comparado con el Caribe, el agua del Mar Mediterráneo era fría.
Nos despertábamos temprano en la mañana a ver el mar y saludar a los gatos del dueño del supermercado. Dormían en el patio trasero del almacén que daba hacia la playa, y con los días se fueron acostumbrando a las visitas de mi pequeño toddler que los correteaba por todos lados. Uno de los íconos de Creta son sus gatos, se estima que en la isla hay cinco felinos por habitante.
Cada mañana unicornios con melenas multicolor, sandías y donas gigantes flotaban con los bañistas a cuestas (la mayoría nórdicos). El mar…de azul intenso y cristalino, poco profundo. Todos disfrutábamos de los últimos días del verano de 2018 que terminaría violentamente con la llegada de la tormenta Jenofonte, que trajo vientos que superaron los 100 kilómetros por hora en algunas islas de Grecia, y nevadas en las zonas montañosas apenas comenzando septiembre. Nosotros, por suerte, nos fuimos una semana antes de que empezara.
El poblado más cercano era Chania o La Canea. Una ciudad antigua impresionante en la que se nos iban las horas caminando por las callecitas y recovecos. Por suerte teníamos el coche con nosotros para llevar a Samy. Parábamos de vez en cuando a tomar una cerveza, una copa de vino o un café y aprovechábamos cuando se dormía para sentarnos en alguna plaza o en la terraza de un restaurante. Una de las primeras reglas de viajar con niños es que hay que bajar las ambiciones, el viaje en mucho es determinado por ellos y sus estados de ánimo, viajar también los cansa y los abruma, a veces se vuelven irritables. Es un juego de ir acomodándose a como venga el día. Hay que viajar a ritmo lento, lo que quiere decir con tiempo de sobra.
Mi lugar favorito en toda la ciudad fue el Puerto Veneciano, me gustaba que nos sentáramos ahí. La brisa pegaba fuerte y traía el olor a mar. Al final del día los viejos se sentaban a pescar.
Road trip hacia el lugar de los sueños
Mi suegro alquiló un carro con una sillita para niños y nos aventuramos con un mapa impreso en papel a llegar hasta el otro lado de la Isla de Creta. En el mapa se mostraban sólo 75 kilómetros, lo que nos daba una distancia de un poco más de una hora. No contamos con que en el camino había varias subidas y bajadas, y curvas. Nos tomó unas tres horas llegar.
Como en todo paseo de carretera oímos la radio (con música romántica griega), y aprovechamos cada nuevo pueblo que aparecía para estirar las piernas, tomar algo y ver el lugar. Anduvimos entre montañas repletas de arbustos con olivas. De ratos me daba la impresión de estar recorriendo el camino hacia Villa de Leyva, las mismas depresiones, el paisaje árido parecido, el verdor, los cañones y las montañas.
Paleochora, nuestro destino, un pueblito griego típico de pocas calles, donde la gente se dedica a la pesca y al cultivo de aceitunas, apareció a la vista luego de dejar un camino angosto. Fue amor a primera vista. De esos lugares en los que sabes que podrías pasar la vida aún sin conocerlo. A diferencia de otros pueblos de Creta, aquí se apostó por dejar el turismo de masas de lado. Son pocos los viajeros que llegan hasta el lugar, que está alejado de los principales highlights de la isla, y que por esto conserva su autenticidad.
Almorzamos anchoas fritas, fresquisimas. Recuerdo que estaban tan buenas que pedimos un plato de más. Caminamos por el lugar, tomamos helado y disfrutamos de la vista del mar. Absorbimos con nuestros sentidos todo lo que pudimos del lugar, y lo guardamos en nuestra mente como el mejor de los recuerdos.
Ese fue nuestro último viaje a Europa. Viajar siempre ha sido lo nuestro, y este año antes de que toda esta locura del coronavirus comenzara era lo que pensábamos hacer en el mes de mayo. Hoy solo nos queda viajar a los recuerdos, volver a nuestras fotos, a nuestros diarios de viaje. Resguardarnos en casa, cuidarnos los unos a los otros, agradecer por cada día más, ver en perspectiva nuestra fragilidad, cuidarnos para el que el virus no entre, con la incertidumbre de que es una misión que parece casi imposible, y que va a tomar mucho tiempo y paciencia de nosotros. Y nos damos cuenta de que no somos tan libres como pensábamos, que lo que nos hacía libres ya no es posible, y hay que reinventarse y acomodarse, por que la vida se trata de eso. Esperar. Tal vez hacer planes de viajes futuros para subir el ánimo. Escribir para no olvidar.
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