24 horas en el desierto de la Guajira, 1era parte

Foto cortesía Oscar Pérez.
Dicen que las mejores cosas en la vida pasan cuando uno menos lo espera, cuando no se planea demasiado, cuando las cosas simplemente fluyen. Eso se lo he oído decir varias veces a mi profesora de yoga. En el caso de este viaje fue así. Esa mañana de sábado no pasó por mi cabeza que terminaría viendo el atardecer en el Cabo de la Vela, en la alta Guajira, en el extremo norte de Colombia, allá donde el desierto llega al mar y éste se confunde con el azul del cielo creando una sensación de profundidad infinita.
Tampoco me imaginé que tuviera tanto en común con un grupo de personas que nunca antes había visto, pero que parecía como si conociera de siempre. Ellos me dieron la bienvenida, varios habían viajado antes juntos. Yo luego me daría cuenta de que lo que todos teníamos en común esos días eran almas ligeras.
¿Cómo terminé allá? En resumen tuvo que ver con la visita de mi amiga Carolina que no veía hacia años. Ella llegó con un grupo de amigos a Santa Marta en un fin de semana de puente festivo, que acá en la Costa es sinónimo de caos, turistas y alboroto. Ellos venían de la ciudad anhelando tranquilidad, playa, brisa y mar. La típica postal del caribe que todos tienen en su imaginario.
La mejor opción era entonces buscar playa a las afueras de Santa Marta, y yo les propuse que fuéramos a Palomino, pasando el Parque Tayrona, donde comienza el departamento de la Guajira. De ese lugar me gusta la playa extensa, el mar que llega con fuerza, y la levedad del aire en la madrugada que te permite ver los picos de la Sierra Nevada. También la manera como el río entra en el mar con sus aguas petrificadas.
Tomamos el bus en la Avenida Libertador, en plena Santa Marta. Las dos horas que duró el viaje, en las que nos adentramos en el verdor de la Sierra Nevada y vimos pasar ríos y de vez en cuando el mar a lo lejos, nosotras las aprovechamos para hablar de todo lo que había pasado en dos años. Su viaje a Nueva Zelanda, mi vida en Santa Marta, su nuevo trabajo, mis proyectos, mi esposo, su nueva casa, el regreso de ella a Colombia, en fin. Como siempre pasa con los buenos amigos, era como si nunca nos hubiéramos separado, en esencia las mismas.
Ahí fue cuando me enteré de que la pareja que venía viajando con ella era también blogueros de viajes, los autores del blog Viajando con Pasaporte Colombiano, Dur y Luis. Una pareja de emprendedores que se dedica a recorrer el mundo y escribir sobre cómo es viajar siendo colombiano, muchos tips y destinos increíbles en su página. Yo antes había leído algunas de sus entradas. Luis además es un tremendo fotógrafo. Qué buena casualidad de la vida.
Recuerdo que en el camino alguien dijo: “Y qué tal si seguimos hasta el Cabo de la Vela”. Ese fue, como se conoce en la literatura, nuestro “punto de giro”. Éramos un grupo de siete personas. Alguno pudo haber dicho “No”, y hubiera terminado todo. Pero como les digo, esos días lo que nos unió a todos fue la ligereza: de espíritu, de equipaje (literalmente), de responsabilidades, etc. La segunda enseñanza del viaje fue que cuando un grupo de viajeros se encuentra, el camino no tiene límites.
Nos bajamos en Palomino y subimos al primer bus con el aviso de Maicao. Aprovechamos la pasada por Riohacha para sacar plata y almorzar. Gracias a Oscar (mi otro amigo y también fotógrafo profesional), quien antes había hecho esta travesía, conseguimos un conductor de camioneta que aceptó llevarnos a los siete hasta el Cabo por un precio cómodo.
Foto cortesía Viviana Londoño/@Vivilond
Pasamos rancherías hechas con los palitos de madera que quedan del cactus, recorrimos caminos polvorientos, vimos chivos salir de la nada en aquel bosque seco tropical, niños descalzos y pequeños que se abalanzaban al carro con sus manos extendidas hacia nosotros y mujeres de pieles áridas luciendo sus singulares mantas de colores que resaltan sus curvas y con mochilas al hombro también de colores. La carrilera del tren del carbón iba paralela al camino.
El último poblado fue Uribia, donde celebraban su fiesta popular. Los niños y jóvenes estaban organizados en comparsas y lucían mantas de colores, plumas y pintura en la cara. De la Guajira me impactó la monocromía del desierto, de ese ecosistema seco donde no parece posible la vida humana; y a la vez el colorido de la gente, de sus telas, de sus mochilas hechas a mano, con las figuras que van creando las mujeres en su memoria y que más que un accesorio son un objeto tradicional invaluable.
Pocos minutos más de bosque seco tropical y de pronto apareció el desierto. Sin carretera, señalización o camino. Una planicie extensa, donde el viento pega fuerte y donde el suelo toma una textura quebradiza. Nunca había estado en un lugar así.
Otras camionetas 4X4 como en la que íbamos nosotros lo atravesaban a toda marcha, también pasaban los pick up, camionetas de platón que transportan a los locales de pie. Nuestro conductor seguía las huellas de llanta que habían dejado otros. A lo lejos unas pocas formaciones rocosas. Frente a nosotros el más árido desierto.
Foto cortesía Oscar Pérez.
Llegamos al Cabo de la Vela justo para el atardecer. En la playa se divisaban sombras volando al ritmo del viento. Eran los estudiantes de la escuela de Kite Surf que aprovechaban de este momento único del día para practicar. Seguimos más adelante hasta llegar a la cima del faro, una formación montañosa, desde donde la vista cobró perspectiva. Colombia nunca deja de sorprenderme. El sol se fue hundiendo lentamente en el mar, dejando un resplandor que lo iluminó todo.
Foto cortesía Oscar Pérez.
Nosotros estábamos felices por habernos dejado desviar en el camino. Habían pasado 7 horas desde que comenzamos la travesía, y todo cobraba sentido. Nuestra recompensa fue experimentar la libertad de estar en aquel lugar, ser testigos del mar y el desierto a la vez, de la inmensidad del paisaje y mirar atrás y constatar que a veces vale la pena simplemente dejarse llevar. Llegó la noche, y con ella el silencio en el desierto.
Nuestra manera de agradecerle al universo por aquel atardecer en el Cabo de la Vela.
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