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Divina Providencia

Antigua guarida de piratas, esta isla de no más de 17 kilómetros cuadrados en el Caribe colombiano, atesora la paz de un reducto que vive del reggae y las olas del mar, y que aún exhibe la virginal belleza del turismo cara a cara.

Dicen que las islas caribeñas tienen cierta magia, en parte por esa sensación perfecta de estar en medio de la nada, pero teniéndolo todo. Al llegar a isla de Providencia me golpeó ese encanto del que hablaban. La vi aparecer a lo lejos desde el avión, rodeada de un mar de siete colores que va más allá de la fantasía romántica tan comentada. La postal comenzó a llenarse: coloridas casitas de madera con porche –herencia de los ingleses– donde los niños juegan y los adultos se instalan a ver el día pasar y a esquivar el calor, vegetación abundante, manglares… la escena completa me dio a entender qué buscaron en su momento colonizadores y piratas, y qué llegan deseando miles de turistas al año.

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A no más de media hora de vuelo desde San Andrés o alrededor de cuatro horas por mar, a simple vista Providencia se ve diferente. Lejos del panorama de resorts o grandes restaurantes y bares, la isla aún tiene aquello que tantos sitios turísticos han perdido con la llegada del turismo a gran escala. Y han sido los mismos isleños quienes se han preocupado de mantener la autenticidad del lugar. Sin el estruendo de lo más masivo, es como un portal en el tiempo, es la forma de entender cómo era el Caribe de antaño. Acá la amable mujer del restaurante, la que lleva los caracoles a su mesa, la que sonríe y le pregunta si los ha disfrutado, es además la dueña de la posada familiar y ha vivido en Providencia por décadas.

Belleza humana

Unas cinco mil personas habitan la isla y entre ellos prevalece la piel oscura, herencia de los primeros esclavos africanos que llegaron a trabajar en plantaciones de tabaco, caña de azúcar y algodón. Hablan inglés, producto del primer grupo de colonizadores, y también español, legado de una segunda venida de colonos. Sin embargo, su idioma oficial es el creole, un inglés criollo de tintes africanos. Su grupo étnico se denomina raizales y se definen a sí mismos como alegres, honestos, sonrientes, espontáneos, amables y responsables. Así lo dice una oriunda de Providencia, Jennifer Archbold, quien maneja una agencia de viajes.

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La mejor manera de comprobar todo lo que dicen de ellos, es esperar un sábado en la isla. Ese día en la playa Suroeste, justo antes del atardecer, se realizan carreras de caballo. El preámbulo es más largo que el evento en sí y, aunque la euforia de la competencia se va con el fin de ella, lo que queda es un ambiente cálido y familiar, donde el reggae solo compite con el suave sonido del mar.

Cuando se acerca la noche, una noche silenciosa como en pocas partes del mundo, lo ideal es salir a alguno de los restaurantes isleños de estilo rústico y probar los platos estrella, basados en productos del mar. Ya sea el clásico rondón (guiso con pescado), la hamburguesa de cangrejo o los fresquísimos caracoles; quizás le recomienden acompañarlo con algo de aguardiente y que la noche avance en conversaciones mientras la botella baja y baja.

Que el ánimo no decaiga antes de conocer al carismático Roland Bryan, dueño de Roland´s Roots Bar, en playa Manzanillo. No importa la hora del día, el ritmo del reggae, las bebidas servidas en coco, la brisa caribeña y el espíritu relajado, estarán en este sitio. Los viernes por la noche, en este chiringuito se presentan grupos locales de reggae, y la fiesta no termina hasta que empieza a aclarar.

De piratas y botines

Puede parecer difícil imaginar hoy, pero el Archipiélago de San Andrés y Providencia fue alguna vez reducto de piratas. Dicen que desde acá, el famoso Henry Morgan planeó el ataque a Panamá y Santa Marta. La leyenda dice también que con los cañones que aún se conservan en el islote de Santa Catalina (parte también del archipiélago), el pirata galés defendió sus tesoros que fueron a dar al fondo del mar cuando el barco que los transportaba se hundió por una fuerte tormenta. A la memoria del célebre pirata se suma la Cabeza de Morgan, una enorme roca que asemeja un perfil humano.

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Muchos coinciden, sin embargo, que el real tesoro del archipiélago está bajo el mar. No tiene que ser buzo profesional para ver las maravillas submarinas, ya que el simple “careteo” o snorkeling es suficiente para ser testigos de una diversidad sorprendente. Acá se encuentra la tercera barrera de coral más grande del mundo (luego de Australia y Belice) de 32 kilómetros de extensión. El ecosistema alberga desde pequeños y coloridos peces de arrecife hasta especies de grandes tamaños como barracudas, tortugas carey, rayas y tiburones de arrecife de aleta blanca. Desde Providencia, se puede contratar el servicio de un bote que lo lleve hasta Cayo Cangrejo –parte del Parque Nacional Natural Old Providence McBean Lagoon– “caretear” en sus alrededores es ver un mar pintado de colores. O si prefiere, puede subir a la cima del cayo y, además de tomar la mejor fotografía, desde un mirador natural privilegiado, disfrutar de la inmensa sensación de placer, libertad y belleza que habrá experimentado en mucho tiempo. Es probable que solo la vuelva a sentir cuando regrese a reencontrarse con el gran tesoro de Providencia.

Artículo publicado en la edición de marzo de la Revista In de LAN, todos los derechos reservados.

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