Periodismo, escritura, yoga

Golfo de Urabá, un paraíso natural

Uraba

En la selva chocoana se encuentran las bahías de Capurganá y Zapzurro, dos destinos paradisíacos cerca de la frontera con Panamá, donde podrá disfrutar de hermosas playas y de la belleza de la naturaleza.

Luego de casi dos horas de recorrido en lancha llegamos a Capurganá,  un pueblo pequeño de casas coloridas. Con nosotros iban familias cargadas con víveres y varios extranjeros que también habían oído de las maravillas de aquel lugar alejado de todo, en medio del Caribe, cerca de la frontera entre Panamá y Colombia.

A nuestra llegada una delegación de la Policía Nacional verificó nuestros identificaciones y equipajes y nos dio la bienvenida al municipio. Desde Bogotá habíamos coordinado alojarnos en la escuela de buceo del lugar. Sus dueños eran una pareja de bogotanos, amantes de las profundidades del mar, que cansados de la monotonía de la ciudad decidieron dejarlo todo y emprender una nueva vida en la selva chocoana.

La casa era cómoda y bonita, de dos plantas. Al llegar nos hicieron un sin fin de preguntas sobre las últimas novedades de la capital y los últimos sucesos, como si con nosotros pudieran recobrar un poco de aquel mundo que por instinto decidieron dejar atrás.

Habíamos partido el día anterior del aeropuerto Olalla Herrera de Medellín, en un avión de cerca de 30 pasajeros que luego de cerca de media hora nos llevó a Apartadó, una región rica en plantaciones bananeras que hace parte del departamento de Antioquia y que ha sido conocida por años como la salida al mar de los paisas.  Luego tomamos un taxi que nos llevó hasta Turbo en donde, según nuestros planes, cogeríamos la lancha rápida que nos adentraría en las aguas del Golfo de Urabá. Sin embargo, al llegar nos encontramos con que la única lancha que hace el recorrido hasta Capurganá ya había emprendido su camino, y no tuvimos más opción que pasar la noche en aquel pueblo porteño, caliente, en donde todos sus habitantes sobreviven gracias al comercio y los turistas despistados como nosotros.

Antes de ir a buscar un hotel nos aseguramos de guardar un cupo en la lancha para el día siguiente. Pagamos 50.000 pesos por cada pasaje en la oficina del puerto, y acto seguido el hombre encargado del lugar anotó nuestros nombres en un viejo cuaderno. Luego nos dio un recibo. “Tienen que llegar antes de las ocho porque mañana acá el trajín va a estar pesado”, nos advirtió.

Era domingo y, como los demás, pasamos la tarde frente a la bahía. Descubrimos que en Turbo las motos cumplen la función de taxis y que uno de los planes más comunes es sentarse en la playa, comer frutos del mar y disfrutar del atardecer.

La travesía

A las 7:00 a.m. del día siguiente ya estábamos en el puerto. Vimos como poco a poco el lugar se fue llenando de personas que como nosotros buscaban hacerse un lugar en la lancha que partiría en pocos minutos. Cuando ya se acercaban las 8 a.m., los encargados comenzaron a llamar a quienes estaban anotados en la lista. Conseguimos hacernos en la última fila de la lancha, donde según nos advirtieron se amortigua mejor el golpe de las olas.

Luego de que los demás pasajeros acomodaran sus pertenencias y de que todos se abrochara el chaleco salvavidas, nos adentramos en las aguas del Río Atrato( golfo de Uraba), en dirección norte. Comenzamos a ver pequeños caseríos en donde los niños, llamados por el sonido de la lancha, salían a saludarnos.  Cada vez que nos alejábamos más de Turbo estábamos más cerca de adentranos en Mar Caribe y de presenciar el momento en que el agua dulce llega al mar. Pasamos por  la bahía de Triganá, conocida por sus cascadas; luego vimos a lo lejos Playeta y Playón e hicimos una primera parada en el municipio de Acandí, en donde en Semana Santa llegan las tortugas Canaa a desovar en sus playas. Finalmente, tras dos horas de recorrido, llegamos a nuestro destino: Capurganá.

Tranquilidad a la orilla del mar

Quedamos en hacer nuestra primera inmersión al fondo del mar en la mañana del día siguiente. Salimos para dar un vistazo al lugar y la primera cosa que nos llamó la atención fue el silencio. Por primera vez estábamos en un lugar sin vehículos. No había pitos, ni trancones, ni mucho menos motos. El único medio de transporte era una carreta tirada por una mula que su dueño -un hombre con una camiseta blanca en la que en la parte de atrás se leía la palabra “Taxi”- había adecuado con sillas plásticas para que sus pasajeros viajaran cómodamente.

Empezaba a caer la tarde y  las calles de Capurganá se comenzaron a llenar de personas que departían a las afueras de sus hogares. Algunos sólo hablaban de lo que había transcurrido en el día, otros jugaban un partido de dominó y otros más oían música a todo volumen o veían televisión meciéndose en sus hamacas. Cada esquina parecía  un pequeño mundo en el que cada quien tenía su lugar. Pero pese a las radios prendidas, el continuo parlotear de la gente y los esporádicos gritos de uno que otro jugador que vencía a los demás en la partida, se respiraba un ambiente de tranquilidad.

Ese día el corte de luz comenzó a las 6:00 p.m. A nuestra llegada nos habían advertido sobre el tema. Nos explicaron que el horario de los racionamientos iba cambiando semana a semana, a veces de 6:00p.m. a 8:00 p.m. y otras veces de 8:00 p.m. a 10:00 p.m.  La explicación de la falta de luz era que el pueblo no contaba con su propia planta eléctrica y por lo tanto debía acomodarse a los horarios de servicio. Sin embargo, pese a que simple vista parecía una incomodidad, estos cortes habían terminado uniendo aún más a los capurganeños quienes aprovechaban estos momentos de silencio y oscuridad para departir con sus familiares y amigos.

Nosotros, esa noche, como los demás, nos sentamos en plena calle a la espera de que volviera la luz, mientras disfrutamos de una divertida conversación con los lugareños. Hacia una brisa agradable y en el ambiente estaba ese aroma a mar tan característico del Caribe.

Un experiencia submarina

La visibilidad era buena y la temperatura del agua llegaba a los 28 grados, lo que era bastante agradable. Al bajar a una profundidad de 18 metros comenzamos a ver las maravillas de la vida subacuática que aquel lugar tenía para ofrecernos. Nos encontramos con una basta formación de coral y con diferentes peces de arrecife como el pez ángel, meros, barracudas y morenas

El buceo es una de las actividades centrales en esta parte del Golfo de Urabá. Muchos de los turistas llegan hasta estas playas de aguas cristalinas motivados por las especies subacuáticas que allí se encuentran, entre las que, si se tiene suerte, también se pueden observar tiburones nodriza, caballitos de mar y tortugas marinas.

Panamá

Luego de tres días en Capurganá ya habíamos recorrido todo el lugar. Visitamos sus playas, caminamos por sus senderos y habíamos salido a bucear un par de veces. Nuestro objetivo ahora era llegar hasta la frontera con Panamá, en donde según los viajeros que iban y venían por el lugar había una hermosa playa de arena dorada conocida como La Miel.

Así que en cuanto conseguimos quien nos llevara hasta Sapzurro, a tan solo 15 minutos en lancha rápida, partimos del que había sido por unos días nuestro pequeño pueblo de casas coloridas para adentrarnos en uno aún más deshabitado y tranquilo.

Al pisar tierra firme nos encontramos con una iglesia rosa, dispuesta justo al frente del puerto, como si fuera un signo de bienvenida para los visitantes. Como en Capurganá, la mayoría de los habitantes de Sapzurro son pescadores que pasan el día en sus pangas buscando algo que llevar a casa para comer.

Pasamos la noche en “el hostal de los chilenos”, conocido entre los viajeros por su buena cocina. Don Carlos, chileno, le ofrecía a sus hambrientos comensales todo tipo de platos de su país entre los que se encontraban sus deliciosas empanadas, que eran todo un manjar.

En el lugar nos encontramos con una pareja de argentinos que venían recorriendo Latinoamérica y esperaban llegar a Ciudad de Panamá para volver a casa; un grupo de españoles que hacían el mismo recorrido pero al contrario, iban de norte a sur, y tres caminantes norteamericanos que según decían venían caminando desde hace cuatro meses. Aquella noche pasamos el apagón entre historias de viajes y canciones de guitarra y una buena botella de ron.

Al otro día, muy temprano, nos encaminamos hacia La Miel, la playa panameña de la que nos habían hablado, ubicada al otro lado de la montaña que dividía los dos países. Luego de subir los 180 escalones, llegamos al puerto de control de la frontera en donde unos agentes de la policía colombiana verificaron nuestras identificaciones y luego nos dieron la bienvenida a Panamá. Desde ese punto de la montaña era posible ver hacia un lado el territorio colombiano y hacia el otro el panameño.

Como todas las zonas de frontera ésta era un híbrido entre los dos países. Ambas monedas eran aceptadas y sus habitantes no se identificaban como ni de allí ni de acá. Nos deslumbró su playa: de agua cristalina y arena clara. Ver este espectáculo natural era nuestra recompensa luego de la caminata de cerca de una hora que habíamos hecho.

Aunque nuestro recorrido terminó aquí, muchos de los viajeros que nos encontramos en esos días pensaban tomar un lancha rápida hasta San Blas y luego buscar la manera de llegar a Ciudad de Panamá.

Nosotros sólo tuvimos tiempo para descubrir las maravillas de aquellos lugares escondidos entre la densa selva chocoana, que conforman el Golfo de Urabá, en donde además de disfrutar de sus paisajes y de la variedad de especies submarinas aprendimos mucho sobre la manera de vivir de su gente.

* Publicado en la revista Viajes & Turismo, todos los derechos reservados a Publicaciones Semana.

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